Cultura obrera En Cuba. La lectura colectiva en los talleres de tabaquería






Lily Litvak

Uno de los episodios más inspiradores en la historia del proletariado concierne directamente a la cultura. Se trata de la institución de la lectura colectiva en los talleres de tabaquería cubanos. Esta actividad floreció magníficamente y tuvo consecuencias directas; ayudó a la difusión de conocimientos y al nacimiento de la conciencia de clase, apoyó la causa obrera y la formación de asociaciones, fue fundamental para la organización gremial y la promoción de la prensa. Pero además de todos esos resultados prácticos, la lectura colectiva demuestra uno de los postulados básicos del anarquismo, que la lucha por el progreso económico va unido a un apasionado deseo de mejora intelectual.


La historia de esta institución, única en el mundo, es por demás interesante. Empieza en 1839, fecha en la que llegó a Cuba el viajero español Jacinto de Salas y Quiroga. En su amena crónica, el visitante narra el recorrido por la isla y la impresión que le causaron unos cafetales en la región de Artemisa o San Marcos. Con espíritu alerta y dotes de observador, Salas y Quiroga notó y lamentó «el estado de completa ignorancia en que se mantenía a los esclavos». Al describir con minucia una de las operaciones últimas del café, el escogido, aporta una imagen de la habitación, «sumamente linda», larga, estrecha, cerrada con hermosos cristales y bastante elevada. Estaba amueblada con una espaciosa mesa, alrededor de la cual los esclavos escogían y separaban las diferentes clases de grano. Le llamó la atención, a su entrada, el profundo silencio que allí reinaba, «jamás interrumpido». Cerca de ochenta personas, entre mujeres y hombres, hallábanse ocupados en aquella monótona ocupación. La escena le inspiró la idea de que nada sería más fácil y provechoso «que emplear aquellas horas en ventaja de la educación moral de aquellos infelices seres. El mismo que sin cesar los vigila podría leer en voz alta algún libro compuesto al efecto, y al mismo tiempo que templase el fastidio de aquellos desgraciados, les instruiría de alguna cosa que aliviase su miseria» (1).


No se sabe si estas tempranas ideas fueron directamente recogidas por el conocido jurisconsulto Nicolás Azcárate. Pero es el caso que, este político liberal cubano, volvería al tema en 1861, cuando tenía a su cargo, en el Liceo de Guanabacoa, la primera tribuna política del país. En una sesión se refirió a la costumbre observada por ciertas órdenes de religiosos de hacer que uno de sus miembros leyese en voz alta a la comunidad durante la comida o cena en el refectorio. Tal práctica le había llevado a pensar que algo similar debería ser instituido en las cárceles, donde podría servir para regenerar y capacitar a los reos.

Las ideas de Azcárate se aplicaron y, poco tiempo después, la lectura se implantó en las dos galeras (2) del Arsenal del Apostadero en La Habana no durante el trabajo, sino al término de las labores del día, hora en que se leía a los presos reunidos varios textos de literatura moralizadora.

Fue en las galeras de la cárcel donde se estableció la relación directa con los tabaqueros. Por entonces, gran cantidad de cigarros se elaboraban en cárceles, cuarteles, asilos y porterías de casas. Muchos reos eran cigarreros, y por aquel trabajo recibían algún jornal, retenido por la administración del penal, y entregado al preso al cumplir su condena. Ese dinero servía para engrosar un fondo destinado a la adquisición de los libros para la lectura. Se sabe también que los prisioneros recibían visitantes, muchos de ellos trabajadores del tabaco, que vivían en el barrio de extramuros de Jesús María desde el establecimiento de la entonces ya extinguida Real Fábrica de Tabacos de La Habana, y la noticia de las lecturas en las galeras se fue divulgando entre ese sector proletario.

Es interesante conocer un poco el panorama. Hacia 1860, la industria tabaquera cubana introducía mejoras en la elaboración y selección de materia prima y, con sus excelentes productos, empezaba a adquirir importancia transatlántica. Entre los artesanos especializados comenzaban a difundirse ideas sobre asociaciones, y la idea de implantar la lectura vino promovida activamente por una importante figura: Saturnino Martínez. Este tabaquero, nacido en Asturias, había llegado muy joven a Cuba, y adoptado el oficio de torcedor; residía en Guanabacoa y era asiduo concurrente a las conferencias de Azcárate. Era poeta y aficionado a la literatura, había logrado el nombramiento de estacionario en la Biblioteca Pública de la Sociedad Económica de Amigos del País, donde de noche trabajaba, leía y estudiaba ávidamente, mientras de día torcía tabacos en el taller de Partagás. Allí concibió la idea de implantar la lectura en los talleres de tabaquería, pues consideraba que esa actividad contribuiría a la unión y a elevar el nivel moral e intelectual de los tabacaleros. Era un hombre liberal de tendencia reformista, y creía que la lectura, «el ángel de la sabiduría», les «ofrecerá la copa que endulce las horas de la vida, al par que desarrolla la inteligencia, perfecciona el corazón y suaviza las costumbres» (3).

Para sus fines sociales, Saturnino Martínez, asociado con un grupo de tabaqueros, creó un órgano de publicidad consagrado a la propaganda entre la clase obrera. La Aurora, con el subtítulo Un periódico semanal dedicado a los artesanos, apareció al cabo de muchos esfuerzos, el domingo 22 de octubre de l865. (4) Eran ocho páginas de pequeñas dimensiones. En la «Profesión de fe» se afirmaba que «no hay fuerza posible para detener las ideas de civilización y progreso», se ponderaba la evolución de las ciencias y artes, y vislumbraba el restablecimiento de los trabajadores en el rango «que injustamente se les negaba». Para ello había que hermanarlos con los intelectuales, que eran también obreros de la inteligencia. Se completaba el contenido de la primera entrega con versos y artículos literarios.

Desde sus primeros números, el semanario mostró preferencia por asuntos literarios, alternando con ellos otras columnas de cuestiones sociales. Martínez, además de dirigir, se hizo cargo de la sección «El tabaco» (5). Es digna de mención la colaboración de Jesús Márquez, ingeniero mecánico, que dedicó muchos trabajos a la educación de los obreros. Participaban también literatos como Joaquín Lorenzo Luaces, Luis Victoriano Betancourt, José Fornaris, Antonio Sellén, Fernando Urzais, Alfredo Torroella, Francisco Figueroa, y una compañera, Ramona Pizarro, que contribuía con ensayos y versos, y es la primera mujer que en la prensa cubana difundía las aspiraciones de la clase trabajadora.

El periódico fomentaba las agrupaciones de trabajadores en diversas barriadas, estimulaba la formación de «sociedades de artesanos» e instituciones de socorros mutuos, e incitaba a los obreros para que acudiesen a los centros de enseñanza y a las bibliotecas públicas. La Aurora influyó directamente en la apertura de la escuela para artesanos dedicada a la instrucción primaria. Además, gestionó y obtuvo que la Biblioteca de la Real Sociedad Económica de Amigos del País cambiase el horario de sus salas de lectura para hacerlas más accesibles a los trabajadores. Los resultados de esta campaña no se hicieron esperar, en un artículo se comenta: «La Biblioteca de la Sociedad Económica se ve tan concurrida por los obreros que hacen falta sillas. Tengan misericordia del bibliotecario porque si no, ¿qué será de él con tanto sacar y meter libros en los estantes?, tendrá que alquilar un caballito para andar allí, porque sus pies no resistirían !Bien por los artesanos!» (6).

Corrió a cargo de La Aurora la propaganda para la implantación de la lectura colectiva en las tabaquerías, que se inició en el taller El Fígaro el 7 de enero de 1866. El periódico relata cómo puestos de acuerdo los trescientos torcedores que en dicha fábrica trabajaban, convinieron en que uno de ellos hiciera de lector, a cuyo efecto cada operario contribuiría con su correspondiente cuota con el fin de resarcir el jornal que aquél dejaba de percibir durante el tiempo que empleaba en leer en voz alta, de modo que todos oyesen las obras seleccionadas mientras los restantes compañeros realizaban su acostumbrada labor (7).

La posibilidad de esta institución se debió, en gran parte, a las condiciones de trabajo. Los torcedores se reunían en vastos salones, sentados unos al lado de los otros, en grupos de cinco a nueve, ante mesas especiales llamadas vapores. La labor, estrictamente manual, era monótona, requería destreza manual y atención visual, pero dejaba libre la mente. El silencio del salón, sin ruidos de maquinaria, permitía la conversación entre los artesanos. La lectura colectiva llegó casi como una necesidad laboral y vital.

La Aurora describe una sesión:

Uno de los jóvenes artesanos de ese taller, colocado en el centro de aquella multitud de trabajadores cuyo número asciende a cerca de doscientos, con voz sonora y clara anunció que iba a dar principio a la lectura de una obra cuyas doctrinas tendían a encaminar a los pueblos hacia un fin digno de las nobles aspiraciones de las clases obreras de todo país civilizado. Y abriendo su volumen en folio mayor, empezó a leer Las luchas del siglo. Es imposible ensalzar como se merece la atención profunda con que fue oído durante la media hora que por turno le correspondió leer; a cuyo término otro joven de idénticas circunstancias tomó el mismo libro y continuó la lectura otra media hora, y así sucesivamente hasta las seis de la tarde, hora en que todos los obreros abandonaron el taller, con el propósito de continuar al otro día en la misma práctica, como sucedió y ha venido sucediendo en los demás días de la semana (8).

La costumbre se hizo habitual y, pronto, otros talleres se apresuraron a imitar a El Fígaro. Jaime Partagás accedió de inmediato a la lectura, alentando con frases de elogio a sus operarios. El sábado, 3 de febrero, se inauguró en su taller la primera tribuna levantada en una tabaquería, «con su atril para que el libro no sea molesto al lector» (9). Se conmemoró el acto con un solemne discurso, respondido por un tabaquero.

A continuación se introdujo la lectura en otras tabaquerías; Prieto en San Antonio de los Baños, Acosta, de Bejucal, La Intimidad, o Caruncho, la Flor de Arriguanaga, La Flor de San Juan y Martínez, Cabañas. La Pilarcito, H. Upmann, Las Tres Coronas, El Moro Muza, La Meridiana, La Africana, El Rico Habano, El Taller de José Rabell. A los cinco meses había quedado implantada no sólo en las fábricas de primer orden, sino hasta en las tabaquerías de importancia secundaria, numerosísimas en aquella época. Ciertas tabaquerías permitieron la actividad a condición de que las obras fueran sometidas a censura; en otras, en cambio, nadie intervenía en la elección de los materiales. Inicialmente, la lectura se llevaba a modo de turno, pero esta forma no prevaleció y, a menudo, el cargo de lector vino a ocuparlo alguna persona dotada de voz clara y pronunciación correcta. Hubo alguno, como Nicolás F. de Rosas, que, sin exigir retribución, desempeñaba ese puesto en la fábrica de Guanabacoa.

La nueva institución era objeto de gran curiosidad y no era raro ver fuera de la fábrica a algún nutrido grupo de gente que junto a las ventanas escuchaba con atención la potente voz del lector. Los muchos visitantes la comentaban muy favorablemente. William H. Steward, secretario de Estado norteamericano, visitó el taller de Partagás el 22 de enero de 1866, impresionándole la atención de los obreros: «colocados en medio del océano de individuos profundamente callados, el lector dejaba oír la eufonía de su acento, que trasmitía suavemente al corazón de los oyentes el aura evangelizadora de que está animada una de las mejores obras de Fernández y González» (10).

Los periódicos dedicaban noticias y artículos al tema, sobre todo La Aurora y El Siglo que la alentaban, mientras otros, como El Diario de la Marina y El Ajiaco, la atacaban ferozmente bajo el pretexto de que propagaba el separatismo y la revolución. La potencia de esa actividad era reconocida y temida por algunos empresarios que desencadenaron en su contra una feroz campaña, prohibiéndose en algunas fábricas, y por fin en toda la isla, a partir de un decreto de la Capitanía General del 14 de mayo de l866. Se aducía que, debido a esas lecturas públicas, las reuniones de artesanos se convertían en círculos políticos, y que de los periódicos se pasaba a libros sediciosos que alteraban la moral y el orden público . Con la orden, quedaba prohibido «el distraer a los operarios de las tabaquerías con toda clases de lectura de libros y periódicos y de discusiones extrañas al trabajo» y se alertaba a la constante vigilancia para impedir esas actividades (11). A finales del siglo xix, una nueva prohibición de la lectura dictaminó que no se leyese en las galeras «ningún trabajo subversivo» a la soberanía española. Sin embargo, a pesar de esas prohibiciones, la lectura continuó, y se extendió no sólo en otros sitios de Cuba, sino también a las tabaquerías de Cayo Hueso, Nueva York y Tampa, donde algunos caudillos y propagandistas revolucionarios desempeñaron el oficio de lector. Esas palestras eran lugares óptimos para la propaganda independentista. Con la instauración de la república en 1902, esa actividad calificada por Martí como «tribuna avanzada de la libertad», continuó como catalizador en el movimiento obrero.

Las listas y referencias a los libros leídos son reveladores. Se sabe, por ejemplo, que el primer libro leído en El Fígaro fue Las luchas del siglo y que en el taller de Partagás se leyó una Historia de la Revolución francesa, probablemente la Historia de los girondinos, de Lamartine (12). Eran cotizadas las novelas por entregas que planteaban problemas sentimentales unidos a cuestionamientos sociales, por ejemplo, El rey del mundo, de Fernández y González, y la famosa obra de Ayguals de Izco, María, la hija del jornalero, un clásico de la cultura libertaria. No faltaban los estudios más serios como la Economía política, de Flores Estrada, escritor liberal, miembro de las Cortes de Cádiz, declarado enemigo del absolutismo y partidario de la independencia de las colonias. Los periódicos se revisaban ávidamente. Se empezó con La Aurora, de tendencia liberal y reformista, donde se discutían las ideas económicas contemporáneas, opiniones científicas de revistas extranjeras y artículos firmados por D. Felipe Poey, ensayos sobre organización obrera y obras literarias de autores anónimos, obreros, artesanos, menestrales, que aparecían en esa prensa con arbitraria puntuación, ortografía vacilante, y gran conciencia proletaria.

A partir de l888, a raíz de la huelga de fabricantes, las diversas tendencias ideológicas dividieron a los torcedores y se señala una escisión entre el frente anarquista y los obreros reformistas. Destaca en ese momento la personalidad de Enrique Roig San Martín (1843-89). De joven había alternado el trabajo en los ingenios con las tabaquerías, y pronto ocupó un lugar importante en la prensa, iniciándose en el Boletín del Gremio de Obreros, de filiación anarcosindicalista. Discrepaba con Martínez y las diferencias se acrecentaron a medida que iban ganando terreno las ideas anarquistas, cuya prensa rivalizaba con el periódico de Martínez, La Razón.

Este fue el momento que aprovecharon los anarquistas para salir a la palestra con su propio órgano de opinión, El Productor, «consagrado a la defensa de los intereses económico-sociales» y «a la regeneración de la clase obrera». Salió a la luz el 12 de julio de 1887, apareciendo todos los jueves hasta1889, cuando comenzó a salir dos veces por semana, jueves y domingos. La dirección estaba en manos de Roig San Martín. A partir del número 39, del 29 de marzo de 1888, el periódico llevó el subtítulo de Organo oficial de la junta central de artesanos de La Habana. Se componía de uno o varios artículos de fondo, colaboraciones firmadas o con iniciales, cartas de corresponsales, artículos de periódicos españoles y extranjeros, una sección de notas y noticias, una titulada «Indirectas» (13) .

El periódico era ávidamente buscado para la lectura colectiva, y por sus páginas los torcedores conocieron La cuestión social, de Victor Drury, Bases científicas de la anarquía, de Kropotkin, así como su discurso de 1880 en Londres. Allí se reprodujo la «Carta sobre el socialismo», dirigida a Lidio y firmadas por Palmiro, seudónimo del anarquista español Adrián del Valle, que se iban publicando a medida que se recibía El Productor de Barcelona, donde aparecían originalmente. Se incluían ensayos de Acracia, de Barcelona, de El Socialista, de Madrid, y traducciones de La Révolte, y tenía una amplia redacción y conmemoración de los Mártires de Chicago. Afirma José Rivero Muñiz que la prensa proletaria difundía las ideas expuestas en el Segundo Congreso de la Federación de los Trabajadores de la Región Obrera Española, celebrado en Sevilla en septiembre de 1882 (14). Se sabe que por entonces una serie de folletos sobre anarquismo escritos por José Llunas, el director de La Tramontana, se distribuyeron en Santiago de las Vegas y en La Habana.
Es importante destacar la conexión existente entre los torcedores de Cuba y los tabaqueros emigrados a Estados Unidos. Cayo Hueso, Nueva York y Tampa fueron focos de actividad independentista y centros de ideas anarquistas . Por allí pasaron activistas como Ramón Rivero y Rivero, tabaquero y periodista, colaborador de Martí, que emigró a Tampa, donde fundó Cuba y la Revista de la Florida, órgano al servicio de la clase obrera. Interesa también el anarquista catalán Adrián del Valle y Costa, colaborador de El Productor, de Barcelona. Había llegado a Cuba en 1895, pero se había hecho tan sospechoso a los españoles que tuvo que emigrar a Nueva York, donde fundó El Rebelde y asumió la dirección del importante periódico El Despertar, que apoyaba a los cubanos separatistas. Al terminar la guerra regresó a Cuba y fundó El Nuevo Ideal, defensor de las demandas de la clase obrera y la libertad absoluta. Colaboró en Cuba y América, El Mundo, La Ultima Hora, La Nación y dirigió El Audaz y Pro-Vida. Fue autor de varias novelas de enfoque social.

A pesar de las divisiones entre los diversos grupos obreros, la lectura colectiva se mantuvo como institución obrera de los torcedores, y siguió contribuyendo de manera eficaz al progreso del proletariado cubano, estimulando la organización gremial, dando a conocer las noticias revolucionarias y obreras. Sirvió de excelente vehículo a la propaganda revolucionaria, que culminó con la independencia de Cuba, y sobre todo contribuyó de manera eficaz en la propagación de la cultura entre las masas laborales.


Tenemos el testimonio directo de uno de aquellos lectores. Se trata del joven Ramiro de Maeztu, que vivió en Cuba entre l89l y l894. Llegó aún adolescente, y al deshacerse la fortuna paterna, pesó azúcar, pintó chimeneas y paredes al sol, empujó carros de masa cocida, cobró recibos por las calles de La Habana, fue dependiente y desempeño mil oficios, entre ellos el de lector en una fábrica de cigarros de La Habana. Era un momento de su vida en que sintió simpatía por las ideas anarquistas y rememora a Kropotkin en un artículo y en el contexto de la lectura colectiva:


[...] era un príncipe verdadero, principal en todo. […] fuerte de cuerpo y de alma, valeroso, generoso, abnegado, austero, hospitalario, […] trabajó toda su vida en geografía y en historia, y consagró su mayor entusiasmo a la propaganda de su ideal anarquista. Se le metió en la cabeza desde joven que los hombres son naturalmente buenos, y que es la opresión de la autoridad, y toda autoridad se le antojó opresiva, lo que los deforma y hace malos. Es la idea que antes que Kropotkin mantuvo Rousseau; pero a mí se me figura que a Kropotkin se le debió ocurrir de propia meditación, y que era, más que idea, sentimiento, porque como Kropotkin había sido toda la vida bueno y recto, no creía que se pudiera ser de otra manera; y cada vez que se tropezó con la maldad humana, tuvo que atribuirla al maleficio de un tirano, y la tiranía la atribuyó, a su vez, a un error que condujo a los hombres a nombrar gobernantes y a aguantarlos.



Este era tema que nunca se discutía, ni aún entre sus mejores amigos, sin exaltarse y perder la cabeza. Dogma central, sobre esa piedra levantaba su iglesia. Es el supuesto que hace posible los portentos de riqueza y amor, cuya posibilidad nos descubre en La conquista del pan, que ha sido el evangelio popular del último tercio del siglo xix. Yo lo leí en un grupo de obreros asturianos y gallegos que no sabían leer, en La Habana, hará unos veintiocho años, y luego he sabido de cortijos andaluces y extremeños y de viviendas obreras en varias capitales donde se leía hace veinte años, a la luz de candiles de aceite, con la misma efusión con que yo me había persuadido al leerlo de que bastaba «sacudirse las cadenas» para verse transportado a la edad de oro en un paisaje de hadas, maravillas y sueños (15). 


Tan importante como esta declaración, y testimonio de la apasionante relación entre el movimiento anarquista y la cultura, es la referente al recibimiento entusiasta que tuvo la obra de Ibsen entre los obreros. A propósito de ello, recuerda un sucedido en l893, mientras los obreros torcían los cigarros en un salón de atmósfera asfixiante, el cronista les leía durante cuatro horas diarias, a veces libros de propaganda social, a veces dramas, a veces novelas, a veces obras de filosofía y de divulgación científica. Indica que «generalmente, los libros que se habían de leer eran elegidos por un Comité de lectura, porque los tabaqueros, no los patronos, pagaban directamente al lector lo que querían, unos, cinco centavos; otros, un peso, al cobrar sus jornales los miércoles y sábados». Un día, apenas comenzada la lectura, observó que algunos oyentes dejaban el trabajo para escuchar mejor, y a los pocos minutos no volvió a oírse ni el chasquido de las chavetas al recortar las puntas del tabaco.


En las dos horas que duró la lectura no se oyó ni una tos, ni un crujido. Los cuatrocientos hombres que había en el salón oyeron todo el tiempo con el aliento reprimido. Era en la Habana, en pleno trópico, y el público se componía de negros, de mulatos, de criollos, de españoles; muchos no sabían ni leer siquiera; otros eran náñigos. ¿Qué obra podía emocionar tan intensamente a aquellos hombres? Hedda Gabler, el maravilloso drama de Ibsen. Durante dos horas vivieron aquellos hombres la vida de aquella mujer demasiado enérgica para soportar la respetabilidad y el aburrimiento, demasiado cobarde para aventurarse a la bohemia y a la incertidumbre… nunca disfrutó Ibsen en Cristianía de público más devoto y recogido (16).

1. Viajes de d. Jacinto de Salas y Quiroga. Isla de Cuba , tomo I, Madrid, Boix, 1940, capitulo XXXII, 262-3. Véase Ortiz, Fernando: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, J. Montero, l940, 127 y Rivero Muñiz, José: «La lectura en las tabaquerías», Revista de la Biblioteca Nacional, (La Habana), 1951, Segunda serie, t. II, núm. 4, octubre-diciembre, 192.

2. Las salas donde se tuercen los tabacos se llamaron, y siguen llamándose, galeras, por alusión a la cárcel (las galeras del Apostamiento), donde los presos solían llevar a cabo esta actividad.

3. La Aurora, núm. 2l, ll marzo 1866.

4. Subtitulado Periódico para artesanos. Redacción y admón., calle de la Reina, núm. 6. Suscripción: un real sencillo la entrega.

5. Firmaba con el nombre Camilo.

6. La Aurora, 11 mayo 1866.

7. «La lectura en los talleres», La Aurora, núm. 12, 7 enero 1866.

8. Cit. por Rivero Muñiz: op. cit., 202.

9. Portuondo, José Antonio: La Aurora y los comienzos de la prensa y de la organización obrera en Cuba, La Habana, Imprenta Nacional de Cuba, 1961, 104-5.

10. La Aurora, 28 de febrero de 1866. Se trataba de El rey del mundo. Es posible que debido al éxito de esta novela una fábrica de cigarros tomara su nombre del título del libro.

11. El Siglo, periódico liberal, mantenía una polémica con el Diario de la Marina, fundado en l832, el más antiguo y conservador de los periódicos cubanos, españolista y vocero de la Iglesia, representó desde sus primeros tiempos los intereses de los comerciantes españoles. La revolución cubana tuvo en él su mayor enemigo.

12. A ella se refiere una caricatura que salió con motivo de un ataque a las lecturas colectivas en el semanario D. Juní Pero, mayo 6, l866.

13.Las oficinas se encontraban ubicadas en Dragones 39, en el local del Círculo de los Trabajadores. El Productor tuvo dos épocas, la primera abarca desde su fundación hasta el 5 de septiembre de 1889; la segunda, dirigido por Álvaro Allende, comprende desde el 7 de septiembre de 1889 hasta el 23 de noviembre de 1890. Plasencia, Aleida: Enrique Roig San Martín, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1967.

14.Rivero Muñiz, José: «Los orígenes de la prensa obrera en Cuba», 79, Revista de la Biblioteca Nacional, núm. 1-4, enero- dic, 1960, 1 77-8.Véase también Frank Fernández, El anarquismo en Cuba, Madrid, Fundación Anselmo Lorenzo, 2000.

15.Maeztu, Ramiro de: «Kropotkin», El Sol, (Madrid), 12 febrero, l921; Autobiografía, Madrid, Editora Nacional, l962,168-171.

16.Ramiro de Maeztu, «Recuerdos cubanos. A propósito de Juan José en Londres», publicado inicialmente en La Correspondencia de España, (Madrid),14 agosto, 1908, 59-60; Autobiografía, 81.

http://fal.cnt.es/sites/all/documentos/bicel/Bicel13/18.htm


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